domingo, 21 de diciembre de 2008

El actor

Estacionado, abro los ojos y es domingo. Me despierta el sol y la hediondez de mi casa.
Sin más entro al baño y tomo una ducha. El mármol rosa es una bofetada en el rostro que el agua tibia borra.
Durante varias semanas me he dedicado a matar sin ninguna pregunta, toda la gente suplica con más ahínco desde la caída de los bancos y el destape de la crisis, de la cual no me percataría a no ser por la televisión y el abandono de Alejandra.

Últimamente he tenido que lidiar más con las letanías de mis victimas, pero, debo ser sincero, llamarle victima a una cabeza perforada por una bala de 9mm es demasiado, procuro llamarles por un nombre: la última tarde maté a un actor de cine y decidí llamarlo El actor.

Su último papel fue de marica, quería felarme para dejarlo libre y fue difícil decirle no, pero no por sus labios ficticios, si no porque su mirada era un paralelo masculino a la de Alejandra. Mientras mi arma lo apuntaba, no podía dejar de ver sus ojos como una replica del mes que había pasado comiendo mal, durmiendo solo, oliendo a pólvora, dejando la casa a merced de la desidia y el abandono alejandrino.

Hincado frente a mi, rogando, preguntando el por qué, abriendo la boca, tratando de bajarme el cierre, babeando, desfigurado, el actor pasó sus últimos segundos de vida (tan fugaces y patéticos como los treinta y cinco años que ya había vivido).

Gasté doce balas para matarlo y creo que fueron pocas. Cada proyectil era algún dolor escondido en mi cuerpo, algún conflicto no resuelto con la boca de Alejandra…

sábado, 13 de diciembre de 2008

los ojos cerrados

La llave abrió muy lentamente, mi casa parecía un territorio ajeno, sembrado de dudas, frío y lleno de moscas.

Sin duda siento tristeza, o algo parecido: vacío alejandrino.
Sólo han pasado cuatro días, me he sentido furioso, insoportable. He tenido que saciar mis impulsos insultando cadáveres; hay cierta libertad que se expande dentro de mí cada que puedo insultar un muerto, patearle la cara sin facciones, contarle cómo su rostro desfigurado ha dejado de ser para mí un motivo de lástima, de consuelo.

Ya en cama trato de dormir, imagino que Alejandra es sometida por un grupo de doctores fanáticos que comienzan a penetrarla por todas partes con agujas, la desangran, la pican, le quitan sangre, pero a ella le fascina, siente que se vuelve uno de esos horribles cuadros de Kahlo, que redime sus culpas y sobre todo se olvida de mi.

Las imágenes se van y tengo miedo, es lo único, miedo.

La noche transcurre lenta, no estoy despierto, tengo los ojos cerrados y doy vueltas sobre la cama que me parece un valle incomodo, ya no pienso, me contorsiono, jadeo, seguramente sudo, ligeros estertores fantasmales emergen de mi, sigue sin pasar nada.

Afuera alguien espera mis balas y es triste, no hay zapatos que comprar, ni caprichos, ni confesiones dolorosas, ni sexo, ni perfumes. Alejandra dejó la casa vacía pero llena de cosas inútiles e inservibles: un refrigerador, una televisión, una despensa, un arma caliente.

martes, 9 de diciembre de 2008

moscas tristes

Esa madrugada, cuando llegué a casa, cubierto de sangre, Alejandra me esperaba con el televisor encendido y las luces de la casa apagadas. Cuando la vi envuelta en su pijama rosa, con la vista directa en el televisor, la creí poseída por las imágenes distorsionadas y estúpidas, pero esto era producto de la adrenalina de mis ultimas balas disparadas, las cuales me habían salvado esa misa noche del plomo ajeno.

Cuando se percató de mi presencia apagó el televisor y me llamó a su lado. Me quiero ir de la casa, necesito estar sola. Fue lo único que dijo y fue directo al cuarto, comencé a escuchar los cajones abrirse, las maletas golpeando el closet que sólo ella ocupaba.
¿Por qué Alejandra me esperaba para hacer maletas? Antes de hacerme esa pregunta, mientras se levantaba del sofá y caminaba rumbo al cuarto, pensé en todos nuestros mármoles rosas, en la despensa que recién habíamos hecho, pude ver toda la fruta pudriéndose, la cocina llena de moscas y las moscas tristes porque el olor a pólvora y menta ya no existe.

No quise ir a detenerla, no quise decirle nada, en cambio fui a la cocina, tiré la fruta y abrí las ventanas. Cuando salí los ruidos en el cuarto seguían, prendí el televisor y puse el canal del clima. ¿A dónde piensas irte? Alejandra se asomó por la puerta. Me voy a ver a mi madre, le he hablado de ti y tiene miedo.

Esa última palabra, miedo, salió de su boca con una turbación tan terrible que los dos nos dimos cuenta, nos miramos detenidamente; las balas podían salvarme del mundo menos del abandono de Alejandra.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

dientes grandes

Cuando vio mis manos tomó un barniz naranja, se acerco al reproductor y puso a los strokes. Se acomodó en el sillón, me dio el barniz y sentenció que si podía matar a un desconocido podía pintarle las uñas de los pies.
Con la pequeña brocha sujeta entre mis dedos, miro los pies de Alejandra, son largos, delgados, con los dedos pequeños y perfectos en su forma. Las uñas perfectamente limadas, casi nacaradas.

Pinto la primera uña, miro su cabello teñido de rojo, me sonríe (¿por qué he decidido matar si puedo pintarte las uñas?). La música sigue y Alejandra me cuenta que los strokes le recuerdan NY y sus calles, sus antiguas compañeras de colegio peleándose por un vestido nuevo, por un pazón de coca. Le recuerda los trayectos solitarios en el metro, los negros viéndola como un bicho extraño y ella mirándolos como potenciales violadores de vergas negras y dientes grandes.
Cuando termino, los pies de Alejandra resplandecen como frijolitos de color chillante. Te faltan las de las manos me dice y me acerco a su oído, es tarde y debo ir a trabajar le respondo, ella me arranca el barniz de las manos, se levanta, apaga la música y se mete al cuarto. Su berrinche me ha dejado helado, deseo ir, matar y volver a casa pidiendo barniz, música y un poco más de sus labios.

martes, 2 de diciembre de 2008

Princes don`t cook

Me acepto como lo irreductible, como lo primero
Alejandra y yo caminábamos por las calles de la casa y de pronto me preguntó, por qué la gente se mata, yo respondí que por aburrimiento y seguimos vagando por las calles coloridas de la colonia, sus manos tomaban las mías, entrelazadas, parsimoniosas.
El tiempo avanzó, pronto, en silencio y Alejandra comenzó a cocinar, mientras yo escribía correos para responder sobre precios y pagos.
Mientras escribira comencé a escuchar gritos de la cocina fui corriendo y al entrar vi mi refrigerador con una calcomanía con la leyenda: Princes don`t cook.
Alejandra gritaba porque en el pequeño televisor del baño la imagen de un niño deforme aparecía cantando, detrás de él un fondo morado y amarillo cantando una canción idiota.
Qué tienes le dije y me dijo pobres niños, la entendí pero me dio asco ver a un niño con implantes roboticos luchando por decir una vocal sin sonar a un imbecil. No pude decir nada. Abracé a Alejandra y le apreté una nalga, le dije que sus juegos tontos de ama de casa podían acabar en ese instante si me besaba, pero me apartó, tomó el gran tenedor de madera y señalándome con él sentenció: soy una princesa y he aprendido a cocinar.