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miércoles, 19 de noviembre de 2008

Sexual y pasajera

A media noche, en la playa, Alejandra y yo disparábamos al cielo poseídos por un deseo demente. Ella sin mirar, disparaba ráfagas que iluminaban la arena.
Yo en cambio, disparaba al vacío imaginando en él las piernas de mi chica; el proyectil penetrando la carne, sometiendo el hueso alejandrino, rompiéndolo.

Las balas se acabaron y ahora la miro a los ojos, de nuevo no sé qué decir, de nuevo necesito mi arma, mis dudas y objetos para no seguir pensado que amo sus pies y sus manos delicadas.

Hace un gesto, la sigo, caminamos sin rumbo en la libertad de la playa, arriba, las estrellas se desordenan, no las miro, no miro nada, sigo los pasos que Alejandra deja, la profundidad de sus huellas me obsesiona, me detengo y hay ciertos resplandores que me hacen volver los ojos, trato de adivinar qué será lo siguiente, qué vendrá después.

La alcanzo y hablamos, la miro de reojo y me parece simétrica; me cuenta de las noches en su casa, de las clases particulares que recibía siendo niña para aprender a pronunciar bien el español y el portugués, lenguaje preferido de su padre. A mi lado, hablando, Alejandra me parecía irreal, no podía creer que esa mujer frágil me hablaba del saudade y yo sólo entendía que me extrañaba.

Al alba comenzamos a dormir, yo tardé un poco más mirando su cuerpo, la exactitud de su figura, me parecía sexual y terrible, sexual y olorosa, sexual y pasajera.

- ¿quieres tocarme? – dijo acercando su boca a la mía

La besé con fruición, mi respuesta era contundente como una bala. Yo era el arma que Alejandra usaba para dañarse todas las noches, para olvidar un poco su pasado cuadrado y lleno de consejos moralmente correctos. En cambio, ella era para mi una justificación, un por qué definitivo.

Pude dormir después de escuchar los gemidos oprimidos de Alejandra en mi oído; no soñé nada. El día se abría con el perfume de coco de mi chica, inundando el aire del Pacifico recordándome algo similar al infinito.

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