La tarde comenzó tan gris como siempre. Necesitaba matar por rencor y dinero, dos bueno motivos. Salí resignado, los ojos rojos, las manos frías, odiando la ciudad.
Me sentía enfermo matando sin un motivo aparente y todo parecía vagar por un absurdo, no entendía una tarde de balas sin recibir a cambio los pies de Alejandra, su perfume y lo terrible de sus platillos. Aun así yo caminaba otra tarde y mi trabajo fue sencillo y discreto.
Me quedé escondido, me expuse dispuesto a ver quién descubría al muerto, de pronto tenía ganas de saber qué ocurría después de mis actos. No pasó nada, esperé medio día, escondido, tenso. Al asesinado (un doctor) nadie lo buscó.
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domingo, 25 de enero de 2009
sábado, 10 de enero de 2009
Vómito negro
Ya en casa tomé una ducha triste, aquellos mármoles rosas eran la frivolidad decorada de Alejandra, un capricho al que mi baño y mi cartera habían sucumbido. Hubo muy pocos caprichos que disfruté realmente, creo que lo que verdaderamente me producía alegría era poder complacerla, aunque sus peticiones rayarán lo absurdo: llegué a comprar un colmillo de marfil de elefante africano sólo para decorar nuestro cuarto; al recordar esto en la ducha me dio rabia y al mismo tiempo extrañé los días en que mi vida no era una rutina sanguinaria gracias a los disparates y caprichos de Alejandra.
Terminada la ducha, desnudo, fui a la cocina por un vaso y algunos hielos, volví a la sala y frente al televisor comencé a beber.
Pronto, sin darme cuenta, me sentí un poco ebrio y recordé a mi última victima. Por alguna razón había violado las dos únicas reglas que me había impuesto: no usar más de un disparo y sobre todo, no tener mas interacción que el propio asesinato, esto quiere decir que por ningún motivo hablaba o escuchaba a mis victimas. Nunca tuve necesidad de oír lamentos o suplicas por el simple hecho de ser rápido y certero.
Esto lo aprendí matando cerdos, era muy incomodo y desagradable tener que soportar el llanto de un chancho al que no se mataba con certeza. Si el cuchillo no cumplía con el trayecto adecuado aquello se volvía una tortura: el cerdo llorando incansablemente, alborotado, manchándolo todo con la sangre espesa y hedionda.
Mi castigo ahora no era el llanto espantoso de un cerdo, si no el rostro de una victima clavado en la memoria repitiendo un sin fin de reproches, recordándome el por qué del abandono de mi chica y sobre todo generando preguntas inútiles acerca de la muerte.
Para mi matar no es un acto de soberbia, nunca me he sentido más que una victima, tampoco es una labor mesiánica de limpieza, simplemente no sé hacer nada mejor que matar. Nunca he sentido culpas y eso se debe a que no me pregunto muchas cosas, sólo tomo los datos, elaboro un plan de acción y ejecuto como un carnicero que tiene que cumplir con su trabajo.
Sin embargo, ese día mientras la cara del Actor venía a mi envuelto en las ráfagas que me producía el vodka, me sentí algo culpable, sobre todo porque al dispararle tantas veces admití el dolor que Alejandra me infligía, reconocí que ningún disparo me había lacerado tanto como aquellos pequeños labios mordiendo todos los recovecos de mi cuerpo.
Seguí bebiendo, cada trago me embriagaba más y sobre todo me hacía sentir miserable y estúpido, al poco rato vomitaba con fruición los mármoles rosas de Alejandra. Me enderecé, fui al cuarto y extraje mi calibre 22 con silenciador, volví al baño y disparé a los mármoles, fueron las balas más caras y amargas que salían de mi pequeña arma.
Terminé mi cartucho, tiré en el cesto de basura mi arma, volví a la sala, bebí otro vaso y un sueño remoto e incomodo comenzó a llevarse mis miembros y los dos gramos de conciencia que se aferraban al ultimo trago de vodka, eras las 12 del día.
Cerca de las 2 de la tarde, inundado en alcohol, soñé que una serpiente subía por mi pierna; la piel fría del animal me recordaba la distancia que se abría entre el cuerpo de Alejandra y el mío. Yo trataba de matar a la serpiente disparándole proyectiles pero era inútil, dispararle era destrozar mis miembros, era dispararme.
Desperté sólo porque no he descubierto la manera de vomitar dormido, la cabeza me daba vueltas y yo sólo pensaba en Alejandra. Me encontraba sumergido en el borde final de las cosas, ni mi rencor ni mi embriagues tenían otra frontera, era yo y el recuerdo de una mujer con las uñas siempre bien pintadas, con el pelo bien recogido y sobre todo con ropa interior perfumada.
La primera vez que me acosté con ella fue difícil desnudarla sólo por el aroma de sus bragas, muchas noches concilié el sueño durmiendo entre sus piernas, frotando sus suaves bellos púbicos en mi rostro. Ella sujetó entonces mi miembro dormido y no sucedió nada, yo sólo deseaba un poco de calor, un solo gramo de compasión.
El vómito era negro y con ligeros trozos de galleta de chocolate, era todo, no había dentro de mí más que eso. Me dejé caer y dormí sedado, profundamente, el olor de Alejandra aun inundaba mi casa.
Terminada la ducha, desnudo, fui a la cocina por un vaso y algunos hielos, volví a la sala y frente al televisor comencé a beber.
Pronto, sin darme cuenta, me sentí un poco ebrio y recordé a mi última victima. Por alguna razón había violado las dos únicas reglas que me había impuesto: no usar más de un disparo y sobre todo, no tener mas interacción que el propio asesinato, esto quiere decir que por ningún motivo hablaba o escuchaba a mis victimas. Nunca tuve necesidad de oír lamentos o suplicas por el simple hecho de ser rápido y certero.
Esto lo aprendí matando cerdos, era muy incomodo y desagradable tener que soportar el llanto de un chancho al que no se mataba con certeza. Si el cuchillo no cumplía con el trayecto adecuado aquello se volvía una tortura: el cerdo llorando incansablemente, alborotado, manchándolo todo con la sangre espesa y hedionda.
Mi castigo ahora no era el llanto espantoso de un cerdo, si no el rostro de una victima clavado en la memoria repitiendo un sin fin de reproches, recordándome el por qué del abandono de mi chica y sobre todo generando preguntas inútiles acerca de la muerte.
Para mi matar no es un acto de soberbia, nunca me he sentido más que una victima, tampoco es una labor mesiánica de limpieza, simplemente no sé hacer nada mejor que matar. Nunca he sentido culpas y eso se debe a que no me pregunto muchas cosas, sólo tomo los datos, elaboro un plan de acción y ejecuto como un carnicero que tiene que cumplir con su trabajo.
Sin embargo, ese día mientras la cara del Actor venía a mi envuelto en las ráfagas que me producía el vodka, me sentí algo culpable, sobre todo porque al dispararle tantas veces admití el dolor que Alejandra me infligía, reconocí que ningún disparo me había lacerado tanto como aquellos pequeños labios mordiendo todos los recovecos de mi cuerpo.
Seguí bebiendo, cada trago me embriagaba más y sobre todo me hacía sentir miserable y estúpido, al poco rato vomitaba con fruición los mármoles rosas de Alejandra. Me enderecé, fui al cuarto y extraje mi calibre 22 con silenciador, volví al baño y disparé a los mármoles, fueron las balas más caras y amargas que salían de mi pequeña arma.
Terminé mi cartucho, tiré en el cesto de basura mi arma, volví a la sala, bebí otro vaso y un sueño remoto e incomodo comenzó a llevarse mis miembros y los dos gramos de conciencia que se aferraban al ultimo trago de vodka, eras las 12 del día.
Cerca de las 2 de la tarde, inundado en alcohol, soñé que una serpiente subía por mi pierna; la piel fría del animal me recordaba la distancia que se abría entre el cuerpo de Alejandra y el mío. Yo trataba de matar a la serpiente disparándole proyectiles pero era inútil, dispararle era destrozar mis miembros, era dispararme.
Desperté sólo porque no he descubierto la manera de vomitar dormido, la cabeza me daba vueltas y yo sólo pensaba en Alejandra. Me encontraba sumergido en el borde final de las cosas, ni mi rencor ni mi embriagues tenían otra frontera, era yo y el recuerdo de una mujer con las uñas siempre bien pintadas, con el pelo bien recogido y sobre todo con ropa interior perfumada.
La primera vez que me acosté con ella fue difícil desnudarla sólo por el aroma de sus bragas, muchas noches concilié el sueño durmiendo entre sus piernas, frotando sus suaves bellos púbicos en mi rostro. Ella sujetó entonces mi miembro dormido y no sucedió nada, yo sólo deseaba un poco de calor, un solo gramo de compasión.
El vómito era negro y con ligeros trozos de galleta de chocolate, era todo, no había dentro de mí más que eso. Me dejé caer y dormí sedado, profundamente, el olor de Alejandra aun inundaba mi casa.
domingo, 4 de enero de 2009
Pol Kurkefá
Con la boca pastosa y con varios días sin aseo salí a la calle. Hacía dos meses que no sabía nada de Alejandra, a pesar de poder escribirle un e-mail o marcar a casa de su madre, había decidido no hablarle, no buscarla, no seguir respondiendo a los torbellinos que me acosaban cada que su nombre se construía como un monstruo en mi interior.
En la calle, caminando, me di cuenta del orden que sujetaba las cosas: las tiendas abiertas, los puestos de flores en algunas esquinas funcionando sin problemas, los policías con las mismas rondas inútiles, los perros buscando bolsas de basura sin dueño para desgarrarlas a su antojo, los árboles igualmente tristes. Todo funcionaba a la perfección sin que yo lo supiera. La crisis enmudecía a los bancos pero aun no mermaba la condición cotidiana las cosas.
Cegado por el hecho de un abandono, recorría las calles cercanas a mi casa. El que Alejandra me dejara suponía para mí dos cosas: que no me amaba y sobre todo que no aceptaba mi forma de vida: la de un asesino profesional y en forma. Con su partida ella disparaba las balas de una muerte ficticia, tomaba el revolver y disparaba hasta el cansancio sobre los restos de un rostro desfigurado (el mío).
De alguna manera creo que Alejandra nunca pudo ver en mí otra cosa que una mancha abstracta, lo creo porque a pesar de lo extraordinario que era acostarme con ella, los últimos dos meses fueron asquerosos, sobre todo quedarnos juntos todo el día en casa. Ir a matar gente desconocida me salvaba de llegar a casa con deseos de saciar mi odio humanitario en su cuerpo andrógino y lleno de traumas infantiles que poco a poco fui descubriendo como las calles que caminaba en ese momento.
Reencontrarme con el exterior me producía una sensación agridulce, después de matar al Actor decidí suspender mis servicios momentáneamente, después de todo la única calma tras el abandono de Alejandra estaba en mis finanzas, no había gastos excesivos y estúpidos, pero sobraban noches de áspera vigilia.
Tendido sobre la cama dejé correr el tiempo con mi arma sobre el pecho, serio, encajada la vista en el vacío, sin pensar en ella, sólo recreando escenas pasadas. Muy rápido me di cuenta que el pasado y ella eran más hediondos que la soledad que me tocaba encarar de nuevo. En silencio y en dos semanas comencé a odiar a la chica tonta que había conocido un año atrás.
Cuando crucé la calle rumbo a la tienda de licores me di cuenta que llegaba ahí con la misma inercia con la que un terrible deseo se apoderaba de mí: Asesinarla.
Pedí Vodka al tendero porque si algún licor regurgita lo que siento ese es el aguardiente ruso. Volví a casa con la botella guardada en una bolsa de papel y con la idea novedosa y tímida de clavarle todo mi rencor envuelto en plomo a la última chica que me había acompañado.
Me detuve en otra tienda y compré galletas de chocolate. Volví a casa dispuesto a terminar con la botella y con Alejandra, las galletas lo harían más dulce sin duda alguna.
En la calle, caminando, me di cuenta del orden que sujetaba las cosas: las tiendas abiertas, los puestos de flores en algunas esquinas funcionando sin problemas, los policías con las mismas rondas inútiles, los perros buscando bolsas de basura sin dueño para desgarrarlas a su antojo, los árboles igualmente tristes. Todo funcionaba a la perfección sin que yo lo supiera. La crisis enmudecía a los bancos pero aun no mermaba la condición cotidiana las cosas.
Cegado por el hecho de un abandono, recorría las calles cercanas a mi casa. El que Alejandra me dejara suponía para mí dos cosas: que no me amaba y sobre todo que no aceptaba mi forma de vida: la de un asesino profesional y en forma. Con su partida ella disparaba las balas de una muerte ficticia, tomaba el revolver y disparaba hasta el cansancio sobre los restos de un rostro desfigurado (el mío).
De alguna manera creo que Alejandra nunca pudo ver en mí otra cosa que una mancha abstracta, lo creo porque a pesar de lo extraordinario que era acostarme con ella, los últimos dos meses fueron asquerosos, sobre todo quedarnos juntos todo el día en casa. Ir a matar gente desconocida me salvaba de llegar a casa con deseos de saciar mi odio humanitario en su cuerpo andrógino y lleno de traumas infantiles que poco a poco fui descubriendo como las calles que caminaba en ese momento.
Reencontrarme con el exterior me producía una sensación agridulce, después de matar al Actor decidí suspender mis servicios momentáneamente, después de todo la única calma tras el abandono de Alejandra estaba en mis finanzas, no había gastos excesivos y estúpidos, pero sobraban noches de áspera vigilia.
Tendido sobre la cama dejé correr el tiempo con mi arma sobre el pecho, serio, encajada la vista en el vacío, sin pensar en ella, sólo recreando escenas pasadas. Muy rápido me di cuenta que el pasado y ella eran más hediondos que la soledad que me tocaba encarar de nuevo. En silencio y en dos semanas comencé a odiar a la chica tonta que había conocido un año atrás.
Cuando crucé la calle rumbo a la tienda de licores me di cuenta que llegaba ahí con la misma inercia con la que un terrible deseo se apoderaba de mí: Asesinarla.
Pedí Vodka al tendero porque si algún licor regurgita lo que siento ese es el aguardiente ruso. Volví a casa con la botella guardada en una bolsa de papel y con la idea novedosa y tímida de clavarle todo mi rencor envuelto en plomo a la última chica que me había acompañado.
Me detuve en otra tienda y compré galletas de chocolate. Volví a casa dispuesto a terminar con la botella y con Alejandra, las galletas lo harían más dulce sin duda alguna.
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