viernes, 7 de agosto de 2015

Todavía recuerdo cuando fuimos a ver Después de Lucía


Eran los primeros años del Siglo XXI,
todos hablaban de futuro y tecnología
mientras se revolcaban en el primitivo
infierno interior de nuestra especie.
Tú y yo comenzamos, como casi todos los
mamíferos, a olernos hasta quedarnos
complacidos.

Entonces llegó el cine a nuestras vidas
y con él Goddard y mi sueño infinito,
mi derrota frente a la tolerancia.
Las estructuras de mi impaciencia
no pueden ser sagaces.

Fuimos a ver Después de Lucía
al norte de la ciudad, cobijados
por miles de libros que morían
ahogados bajo la cortina de
nuestra dudas, bajo el cementerio
de nuestras bocas fúnebres .

Pero era mi amor el que navegaba
ese miedo, pero era yo y la soledad
famélica de vivir a ciegas, cubierto
de humo.

Pero vimos Después de Lucía
y también nos sentimos maltratados,
también sentimos el olvido, la dimensión
de girar hasta perdernos.

No puedo escribir sin detenerme a
pensar en ti dentro de mi recuerdo,
en el dibujo solemne de la líneas
imaginarias, en el sonido encerrado
entre mi garganta y mis lagrimales.

Presentir, volver a vivir, como si en
el encierro viniera la vida y con ello
tu abrazo nocturno, tus piernas bajo
el tercer amor de este tercer mundo
arrinconado, de este muro de lágrimas
y tabla roca que no pueden más que
derrumbarse en un intento ilegible,
acordonado, siempre acordonado.

Aun así entramos gratis  a ver Después de Lucía,
y todavía creía en lo que decía mi cuerpo,
todavía me importaba lo que tus dedos largos
tenían de fascinante en el espacio.

Nos vino la noche, claro, como a todos los
abandonados, como a todos lo distorsionados
que no conseguimos estar quietos; la distancia
de mi amor también es destructible, como
todo los muros en todas las épocas,
esa palabra, esa suma que no podía hacer
porque te mareabas, porque te llenabas

de un agua dura, de un metal pesado y lleno.

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