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miércoles, 24 de abril de 2024

Instrucciones para sobrevivir en Oaxaca



                                                                                                                       


Dentro de mi rutina cotidiana está la de caminar la huerta e ir viendo los árboles de mango. Esa mañana recibí una llamada de un número desconocido. Recuerdo que contesté ya como al cuarto intento.Me avisan que una amiga fue atacada a balazos. Me quedo callado. Con la cercana muerte de mi abuela las tragedias se me han vuelto cotidianas.


De unos 43 años de edad, mi amiga Dominga ya guarda en su hoja de ruta dos matrimonios, dos hijas de su exesposo y uno de su actual pareja. Distanciada de su familia cercana, la vida de Dominga gira alrededor de sus hijos. Por motivos que prefiero guardar, vivía en casa de sus actuales suegros.


A Dominga la conocí en unas clases que impartí en una universidad cristiana. Recuerdo su impulso por saber más y su contrariedad por no entender la falta de verdad absoluta a la hora de hablar de literatura. Coincidimos en algunas presentaciones de mis libros, conocí a sus hijos y salíamos a comer o a caminar al zócalo, comer un elote frente a la catedral viendo a sus hijas reír y hacer burbujas.


La vida no era fácil para Dominga, que buscaba espacios en su tiempo como madre y esposa para poder salir con una amiga, pintarse el pelo o andar en bicicleta sin tener que preocuparse de sus hijos, su ex y su esposo.


Un día después de la llamada y de que el suceso fuera información en la nota roja, visité a mi amiga. Fue complejo a pesar de que se trataba de un caso público y conocido; o como lo dijeron los guardias del hospital: “vienen a buscar a la baleada”. Esa baleada respondía al Código Plata, término usado para pacientes en riesgo.


Pregunté la cama y el área para verla. Puede verla en la cama cinco, me dijo un tipo sin mirarme a la cara y señalando una libreta para apuntar mis datos. Cuando por fin encontré la cama cinco Dominga no estaba allí. De hecho no había ni pacientes ni enfermeras en la sala. Volví a la puerta y me mandaron a la Oficina de Trabajo Social, ahí me dijeron que yo debería saber dónde estaba mi paciente. Volví con el guardia, quien me mandó con otros guardias que a su vez me mandaron a la cama diecisiete. La cama estaba en el segundo piso, entré y únicamente había hombres, la enfermera de guardia me dijo que ahí no había ninguna mujer y menos alguien de nombre Dominga. Volví con el guardia del inicio, que me mandó a la guardia de urgencias. Ya un poco encabronado en urgencias alcé la voz y les reclamé su ineptitud. Como caída del cielo, una señora que había visto todas mis vueltas se presentó como la administradora del hospital y me ofreció ayuda. De pasó le metió una buena regañiza a los guardias y enfermeras, quienes con celular en la mano únicamente respondieron con muecas. 


Tres vueltas después y ya con la administradora encabronada, resultó que Dominga estaba en la cama cinco pero de la sala de urgencias. Corrí ya desesperado pensando en que lo peor había sucedido y que únicamente encontraría un cuerpo helado tumbado en la cama.

En cambió la imagen frente a mí era otra: Dominga rodeada de policías, enfermeras y una psicóloga. Entré sin preguntar si podía o no, sin importar si había o no protocolos y al vernos le tomé la mano. Inmediatamente los oficiales de la Fiscalía me interrogaron, al no ser su familiar me invitaron a salir. Entonces pude ver el rostro de Dominga, tenía un parche del lado derecho de la cabeza y del mismo lado le habían rapado la mitad del pelo. Fue evidente que el disparo lo había recibido en la cabeza.


Afuera de la sala y sin prestar atención a las preguntas de la oficial pensé en el esposo. Cuando le pregunté a la oficial su respuesta me dejó helado: “Fue el esposo quien le disparó”. Con mucha prisa la oficial me contó una historia con detalles difusos. Cuando las indagatorias terminaron también hablé con la psicóloga, quien me dio otros fragmentos de la historia. Su rostro era de incredulidad, sobrevivir un disparo en el cráneo no es un milagro de todos los días.


Dominga, su esposo y su hijo salieron el domingo a mediodía rumbo a Tlalixtc. Pasaron una tarde tranquila mirando las montañas y la presa disminuida, pero todavía con patos. Comieron memelitas, tasajo, chorizo con sus rabanitos, nopales, aguacates y cebollitas asadas. Después de la comida el esposo pidió un mezcal para el desenpanse, como una no era ninguna pidió otro mezcal, dos ya son una y volvió a empezar. De tal manera que ya con el niño llorando, los meseros levantando y con la cuenta en la mesa, el esposo se negó a irse si no le vendían una última cerveza, después de las doce que ya se había tomado junto con seis mezcales. Incómoda y cansada ya no pudo quitarle las llaves para manejar, sin ánimo de discutir subió al coche con el nene en brazos y cuando intentó bajar el volumen de la música le dio un manazo en la mano. “En esta nave yo soy el capitán”, le dijo muy cerca del oído y después acarició a su hijo. 


Al llegar a su casa, ni la música ni la comida pudieron contenerlo, quería más cervezas. Dominga se puso la pijama y paseó al nene en la sala, los tomó a los dos con fuerza y se los llevó a la tienda, donde pidió un six, Dominga se quejó y le dijo que era demasiado. La joven que atendía le dijo al esposo que no tenía cambio de quinientos y al terminar de escuchar la negativa sacó una pistola del pantalón y le apuntó a la muchacha, quien quedó petrificada. “Qué haces, la vas a matar”, se escuchó, después el esposo apuntó al rostro de Dominga y le respondió: “Te voy matar a ti”. Tras el impacto, el grito de la muchachita, el desplome del cuerpo y del nene, después el incontrolable llanto de un bebé que yacía en el suelo aun en brazos de su madre. El esposo salió huyendo sin mirar atrás, en el camino se encuentra a una señora que lo ha visto todo y mira a Dominga inconsciente  sobre un charco de sangre y al bebé llorando. Sin pensarlo toma al niño y buscan el celular de la víctima, llaman al 911 y después a su hermano, quien sin creerlo cuelga la llamada. Hasta que mira la ambulancia llegar y ve a su hermana en brazos de los paramédicos, entonces sale corriendo para irse con ella y no lo dejan subir. Gentilmente la señora le entrega al nene, quien por el susto ya no llora, sino que tiene los ojos bien abiertos, como su tío, quien al ver las luces rojas de la ambulancia alejarse todavía no lo podía creer.



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