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lunes, 15 de abril de 2013

Pionyang


Por las tardes, cuando hacía mucho calor, nos gustaba picarnos la nariz para sangrar y manchar las sábanas de la casa. Entonces imaginábamos un corazón contrayéndose, dilatándose. Rostros, imágenes no siempre borrosas.
Las sábanas no fueron lavadas, nadie conseguía decirnos nada, nosotros brincábamos fluyendo con un deseo de venganza irrepetible: rompíamos los platos, los espejos, las fotografías. Intentaban regañarnos, hacernos entender que había que cuidar las cosas, que los objetos de la casa eran nuestro bienestar pero no pudimos entender.
Así que comenzaron a llevarnos a las clases de baile en horarios distintos. Un cuarto rodeado completamente de espejos que no podían romperse; quienes como nosotros no deseaban bailar no sufrían castigo, sólo se nos sentaba frente a los demás compañeros que ensayaban, al cabo de unas semanas nosotros ya habíamos memorizado el baile en turno.
Los maestros nunca permitieron la práctica libre de los pasos o los ritmos, aquello tenía que ser siempre un baile coordinado, ajustado: entonces todos girando a la derecha, o todos girando a la izquierda, una pirueta, ahora sonríe, ahora saca la lengua.

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