Por las tardes, cuando
hacía mucho calor, nos gustaba picarnos la nariz para sangrar y manchar las
sábanas de la casa. Entonces imaginábamos un corazón contrayéndose,
dilatándose. Rostros, imágenes no siempre borrosas.
Las sábanas no fueron
lavadas, nadie conseguía decirnos nada, nosotros brincábamos fluyendo con un
deseo de venganza irrepetible: rompíamos los platos, los espejos, las
fotografías. Intentaban regañarnos, hacernos
entender que había que cuidar las cosas, que los objetos de la casa eran
nuestro bienestar pero no pudimos entender.
Así que comenzaron a
llevarnos a las clases de baile en horarios distintos. Un cuarto rodeado
completamente de espejos que no podían romperse; quienes como nosotros no deseaban
bailar no sufrían castigo, sólo se nos sentaba frente a los demás compañeros
que ensayaban, al cabo de unas semanas nosotros ya habíamos memorizado el baile
en turno.
Los maestros nunca
permitieron la práctica libre de los pasos o los ritmos, aquello tenía que ser
siempre un baile coordinado, ajustado: entonces todos girando a la derecha, o
todos girando a la izquierda, una pirueta, ahora sonríe, ahora saca la lengua.
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