Cuando cumplí veinte años
la poesía me desilusionó
al cruzar Av. Juárez,
escuché:
"hola qué tal, soy el chico de las poesías
tu fiel admirador aunque no me conocías".
Inmediatamente sentí vergüenza.
Me apenaba creer que las mujeres
a las que escribía pensarán eso,
me aterró verme como un estúpido
coro de bachata.
Imaginé a mis amigos, sobre todo al cacas,
mofándose de mí poniendo la canción sin parar.
Recordé a los románticos alemanes, tal vez
a ellos sí les hubiera gustados esa canción,
incluso Goethe debe tener algún verso similar,
pero a mi me avergüenza, me da nauseas pensar
la figura del poeta como un cantante de sexo-bachata,
caribeño y de nombre Romeo.
Noches después, consternado, leí a Holderlin:
An die jungen dichter.
Reparé en en dos brillantes versos que hablaban
sobre la maduración de la poesía y la devoción
poética como acto de supervivencia.
Esa noche no podía dormir pensando en mi falta de
devoción, que pasados los siglos entre la era
de Holderlin y la mía debía traducirse como convicción;
pude dormir sin embargo, al pensar que Holderlin no tuvo
la oportunidad de escuchar una bachata.
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