A Sarah Zwiebel
No he sabido nada de Alejandra desde
las últimas palabras que usó para disparar sobre mí. No volví a contestar el
móvil y también mudé de piso, se puede vivir tranquilamente siendo un matón en
este lugar.
Recorrí algunos lugares sin poder asesinar a nadie, pensando en los celos
alejandrinos, en sus tormentos nocturnos. Su vida, su miserable hermosura, ahí
me quedé yo, bala encarnada en otro cuerpo. Así que mi arma dejó de hablar,
dejé de sentir el hormigueo natural de mi índice derecho. Entonces era un matón
deprimido y la ciudad no me extrañó, la cuota regular de cadáveres seguía
surtiendo las morgues, los puentes. Sólo comía pan de cebolla bajo en grasas y
queso panela. Me gusta esa sensación insípida que guardan esos dos alimentos
juntos, no me creo que puedan nutrirme.
Vivo en una casa rodeada de árboles, es una casa con cinco habitaciones, no
tengo muebles ni las cosas normales que podría caber en una casa de ese tipo:
tres hijos, dos perros, un par de autos, una mujer para mis hijos, tres mujeres
más para mí. En cambio veo todas mis municiones, no tengo que tocarlas para
saber que están frías, sé que quieren decirme algo.
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